Primero los obispos de Guerrero lanzan una carta, que a cualquiera habría preocupado, en el que la iglesia reclama el abandono absoluto a la seguridad y la paz social, ejercido por este gobierno. No es que la iglesia sea el poder que fue hasta hace unas décadas, pero el hecho de que obispos anden negociando con el narco y que del contacto con su feligresía les lleguen noticias del deterioro profundo en el que se encuentra la seguridad pública, no es cosa menor.
El presidente celebra la participación de la iglesia, pero no se hace cargo de que los obispos actúan porque el gobierno se ha mostrado displicente y omiso frente a este tema. Insisto, no es que la iglesia ponga nervioso al presidente, pero la iglesia suele tener un buen pulso del humor social y de las carencias de la gente. Su actuar, además, trae el beneplácito del jefe máximo de la iglesia y, seguramente, la desesperación de las comunidades en las que la iglesia suele atender. Muy mal signo es el que la iglesia vuelva a participar en política. Tardamos siglos en sacarlos del ejercicio político, para que por omisión tengan que volver, expresando preocupaciones sociales y se hagan, por vía de los hechos, voceros de una sociedad agraviada y desprotegida.